Historia y leyenda del grial aragonés

    Así y no de otro modo lo cuentan en las comarcas del Alto Aragón. Así y no distinto lo escucharon los peregrinos que caminaban hacia el sepulcro de Santiago cuando, ya cruzada Jaca, se internaban en los montes donde se esconde el monasterio de San Juan de la Peña.

    Fue en los primeros tiempos de las persecuciones a los cristianos, cuando era obispo casi clandestino de Roma el Papa Sixto II, a quien por fin descubrieron y vinieron a prender los esbirros imperiales. Su diácono Lorenzo, que era natural de Loreto, un suburbio de la ciudad de Huesca, quiso ir con él a recibir el martírio, pero el Pontífice no se lo permitió, al menos hasta que hubiera distribuido entre los pobres de la ciudad imperial los escasos bienes que entonces poseía la Iglesia.

    Así lo hizo Lorenzo y se dispuso a entregarse y sufrir el martírio, pero, antes de cumplir la orden que le había transmitido el Papa, separó de aquellos tesoros sagrados el que tenía por más preciado: el Cáliz con el que el mismo Jesucristo instauró la Eucaristía durante la Última Cena, el mismo Cáliz que recogió también su sangre cuando, ya en la Cruz, el centurión Longinos le atravesó el costado con su lanza. San Pedro había llevado consigo la joya simbólica al trasladarse a Roma y todos sus sucesores lo habían conservado como la más importante reliquia de la cristiandad.

    San Lorenzo entregó en custodia aquella reliquia a un legionario cristiano y le encargó que lo llevase a su ciudad, donde vivían sus padres, Orencio y Paciencia, que también alcanzaron la santidad. Y así, la ciudad de Huesca, ante la sagrada responsabilidad que le había tocado en suerte, guardó secretamente el Vaso Sagrado y, cuando terminaron las persecuciones y triunfó la Iglesia, le levantó un hermoso templo que ocupaba el lugar donde hoy se levanta la iglesia románica de San Pedro el Viejo.

   
Pasó e tiempo y dio comienzo la invasión musulmana; y los oscenses, en su huida hacia las montañas, sacaron de la ciudad la preciosa reliquia y la fueron dejando sucesivamente custodiada en los lugares que parecían más seguras para que no cayera en manos del Islam y pudiera ser profanada. Así, de Huesca pasó a Yebra, de allí a Siresa, en el valle de Echo, donde le levantaron la iglesia de San Pedro para guardarla a buen recaudo. Pero también de Siresa tuvo que ser sacada para esconderla en Balboa primero y luego en San Adrián de Sasabe, la iglesuela levantada en honor del matrimonio de santos, San Adrián y Santa Natalia.

    Finalmente, cuando el peligro sarraceno se alejó definitivamente de aquellas comarcas - y aquí se acaba la leyenda y comienza la historia de nuestro Grial -, cuando nació, casi de la nada, el reino de Aragón, su primer monarca, Ramiro I, mandó construir en su honor y para su custodia la que había de ser la primera catedral del incipiente reino: la Seo de Jaca.

    No lejos de esa primera capital aragonesa se encontraba ya entonces el monasterio de San Juan de la Peña, de cuya leyenda fundacional habremos de ocuparnos un poco más adelante. Sus abades ostentaban el cargo añadido de obispos de la catedral jacetana, siguiendo una costumbre que se arrastraba desde los tiempos en que aquellas tierras formaban parte del reino de Pamplona. Y sucedió que, hacia los inicios del segundo cuarto del siglo XI, cuando la reforma cluniacense se extendía como una mancha de aceite por toda Europa, los monjes pinatenses - así se llamaban los de monasterio de San Juan de la Peña - abrazaron la regla de San Benito y unos cincuenta años más tarde, que no más, adoptaron la reforma preconizada por Cluny, que, entre otras novedades, vendía a unificar los ritos eucarísticos en todo el ámbito cristiano.

    Para dar carácter oficial a esta reforma, y celebrar la primera misa según la liturgia romana, legó a San Juan de la Peña, en el año 1071, el cardenal Hugo Cándido. El abad obispo, que entonces era don Sancho, para dar más esplendor a aquel acto tan trascendental para la Iglesia, trasladó al monasterio el Cáliz que se guardaba en la catedral. Y allí quedaría custodiado desde entonces e Grial, sin que reclamaciones ni amenazas de los jacetanos lograsen que los monjes lo devolvieran ya nunca. La reliquia fue depositada en el altar mayor de la iglesia monástica y sólo fue utilizado, durante siglos, en las grandes solemnidades de cenobio con motivo de las fiestas señeras de la cristiandad.

    Posteriormente, el último monarca de la dinastía condal catalano-aragonesa, Martín el Humano, aún no se sabe por qué motivo y mediante presiones, logro en 1399 que los monjes le cedieran la reliquia, a cambio de otro cáliz mucha más costoso en lo material, pero carente de la tradición sagrada del que ellos guardaban. El Grial pasó a custodiarse por algún tiempo en el palacio real de la Aljafería de Zaragoza, de allí fue trasladado a la Capilla Real de Barcelona, donde se encontraba el 1410. Y el 18 de marzo de 1437 - esto ya es historia, no lo olvidemos - fue entregado para su custodia en la catedral de Valencia por el rey Alfonso V el Magnánimo. Desde entonces, y sin perder su condición de custodia, la reliquia sigue en la ciudad del Turia, en una capilla especial que, en sus orígenes, parece que fue sala capitular d
e la seo valenciana- Sólo salió de ella para ser escondido en algún lugar secreto durante la Guerra Civil (1936-1939) y para presidir años después un viaje eucarístico y políticamente manipulado por todos los lugares señeros donde estuvo depositado anteriormente.