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Pero los planes de las autoridades paganas se vieron destrozados cuando Natalia, lejos de intentar convencer a su marido para que abandonase su obcecación, comenzó a darle ánimos para que resistiera a toda costa los suplicios a los que lo sometían, pensara sólo en los bienes celestiales que le esperaban. Los verdugos, finalmente cortaron las manos a Adrián y el mártir murió desangrado, mientras Natalia tomaba una de ellas y la escondía disimuladamente entre su ropa.
Al poco tiempo, la esposa viuda tuvo que huir con otros cristianos para evitar su prendimiento. Con la mano de su difunto marido como único equipaje, se embarcó en una nave que pronto tuvo que enfrentarse a una espantosa tormenta. Fue entonces cuando la mano de San Adrián tomo el mando de la nave y, con sus movimientos, guió a los marineros hasta dejarlos en lugar seguro. Natalia regresó donde había depositado el cuerpo de su esposo, puso la mano cortada junto al cadáver y, despidiendose de los que la acompañaban, se abrazó al muerto y entregó en silencio su alma a Dios. Sus compañeros los enterraron juntos y la Iglesia proclamó también mártir a la esposa fiel.